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Yo soy auditor contable . Y no me llamo Hermógenes. Y nunca me tiré a un río porque no sé nadar. Yo lo único que sé es auditar, números y más números hasta encontrar los errores: también trabajé de niño actor a los 10 años, pero se acabó cuando me cambió la voz.

 

Pero aun puedo convertirme en otros cuando hay que hacerlo, y eso a veces me salva la vida. Soy habitante, buen padre, mejor esposo, de cualquier ciudad de cualquier país de América Latina.

 

 

 

 

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Tengo una esposa, Letty, y una hija de diez meses. Habíamos llegado a la casa de mi suegra. Ya habíamos estacionado cuando otro carro nos interceptó. Eran tres. Dos se quedaron afuera y nos apuntaron desde el parabrisas.

 

Mi mujer gritó.

 

El tercero se puso en mi ventanilla. Me dijo que apagara el carro y nos bajáramos despacio. También me pidió que mi mujer se calmara.

 

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Mil veces pensé que nos podía pasar algo así, pero hasta ese día nunca nos había pasado. Apagué el carro.

—Se bajan despacio, sin hacer pendejadas —dijo el que me apuntaba.

Cuando estaba a punto de bajarme, como me pedían, mi mujer, Letty, ,hizo un movimiento brusco y se fue al asiento de atrás, donde dormía nuestra hija de diez meses. Ellos no habían visto que había una criatura en el asiento de atrás, atada a la sillita.

Uno de los de afuera hizo un gesto de fastidio. Y le dijo a sus compañeros:

—Cuidado que hay un bebé, no hagan tonterías

Era el jefe, lo supe enseguida. Porque los otros dos respetaron el consejo. Además era el mayor, tenía voz de mecánico, o de ferretero. Y por suerte era un jefe que tenía escrúpulos, o que respetaba a las criaturas.

Teníamos, entonces, al jefe afuera, apuntando el parabrisas. A uno más joven apuntándome a mí directo a la cabeza. Y el tercero que parecía el más confundido, porque no parecía tener un objetivo claro.

—Dejen que mi mujer saque a mi hija y nos bajamos los tres —dije, como si tratara de una negociación.

 

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Pero casi al mismo tiempo, Letty, tuvo un ataque de nervios:

—¡No puedo sacarle el cinturón! ¡No sale el cinturón de la sillita! ¡Amor, ayudame!

Cuando intenté darme vuelta para ayudar, o para ver lo que estaba pasando, el que me apuntaba acercó más el arma a mi cabeza.

—No te muevas —dijo.

El jefe le indicó al tercero, al confundido, que ayudara a mi mujer a sacar al bebé, y ya se los notaba a los tres un poco ansiosos.

El tercero se metió al auto por la puerta de atrás y escuché al mismo tiempo el grito de Letty, como si la estuvieran quemando:

—¡No lo toques! ¡Ni se te ocurra tocarlo, hijo de puta!

—Letty, tranquila, solamente te quiere ayudar —dije. No se lo decía a ella, sino a ellos, para que supieran que estábamos colaborando.

 

 

 

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Entonces Letty, hizo lo único que no hay que hacer, lo único que no tiene el menor sentido jamás, y menos a esa hora y en ese barrio. Empezó a gritar la palabra «policía». Muchas veces, cada vez más fuerte.

La reacción de los tres fue diferente. El confundido empezó a tironear la sillita para arrancarla del cinturón, pero solamente logró que la beba empezara a llorar. El que me apuntaba a mí empezó a pedirme que mi mujer se calmara.

 

 

 

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Y el jefe, al escuchar los gritos de mi mujer, dejó de apuntar al parabrisas y empezó a ver si ocurría algo en el barrio, si salía un vecino a mirar. Aunque en general eso no pasa nunca.

—Se trabó el cinturón de seguridad —dijo el confundido al jefe—, el bebé no sale.

El que me apuntaba a mí dijo:

—Si tu mujer no se calla, te mato

Letty, hizo silencio de golpe …

 

 

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El confundido tironeó de mi mujer y la sacó del auto. Ella volvió a gritar, esta vez el nombre de nuestra hija. El jefe se hartó y decidió hacer el trabajo sucio. Entró al auto por la puerta del copiloto y me dijo:

—Bajá o te mato. Al bebé lo dejamos en una estación de servicios, no le va a pasar nada.

Me agarré fuerte al volante y cerré los ojos. Dije, como si fuera un rezo:

—No me bajo del auto con mi hija acá.

Abrí los ojos y lo que vi fue raro. El jefe me miraba a la cara y había bajado el arma. Me miraba con sorpresa. Y me dijo:

—Vos salvaste a un hijo mío, cuando se estaba ahogando en el río —eso me dijo—. Vos te llamás Hermógenes

Lo miré y le dije:

—Sí. Como estás? —y se me llenaron los ojos de lágrimas. —¿Cómo está tu hijo?

El jefe les hizo una seña a los otros dos. Los tres se subieron al auto de ellos y se fueron. El jefe levantó una mano e hizo un gesto, algún código de camaradería que no llegué a entender, porque yo soy auditor.

Y no me llamo Hermógenes . Y nunca me tiré al río, porque no sé nadar. Yo lo único que sé es auditar contabilidades , pero puedo convertirme en otros cuando hay que hacerlo, y eso a veces me salva la vida.

 

 

 

 

 

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